Mensaje de Cuaresma a todos los Caballeros y Damas de la Santísima Trinidad en el año del Señor 2019


«Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?» (Sal 42, 2-3).

Un saludo de paz y gozo en el Señor Jesucristo, nuestro Rey y Salvador, a todos los Caballeros y Damas de la Santísima Trinidad y a todos los que con buena voluntad se acercan a nuestra Hermandad con sencillez de corazón. Reciban todos fortaleza en este itinerario cuaresmal.

Cada año el Señor, que es rico en misericordia, nos da la oportunidad de recorrer el camino de regreso a la amistad con Él. De esto trata la Cuaresma, de caer en la cuenta de que “éste es el día del Señor, éste es el tiempo de la misericordia”. Se trata de conversión y de volver con nuevas fuerzas y entusiasmo a la amistad con Aquél que nos ama y nos espera con los brazos abiertos al final de este camino. La Cuaresma, itinerario de purificación, dará sus mejores frutos a aquellos que, con audacia, lo afronten como desierto espiritual y como campo de batalla.

Como “desierto”, porque ha de purificarnos de todo aquello que no nos lleve a la unión con Dios. Y también como “campo de batalla”, pues sabemos que no faltará la oposición de aquellos que le hacen la guerra al alma, a saber, el demonio, el mundo y la carne.

Tres son las prácticas cuaresmales que la Iglesia nos deja como estrategias para hacer frente al mal en este combate: limosna, ayuno y oración. En el fondo, estas prácticas procuran la conversión de los sentidos, de cómo percibimos nuestro entorno vital. Y, mediante esta conversión de los sentidos, pasar a lo esencial de este tiempo de gracia: la conversión del corazón.

Limosna: reinar desde la misericordia

La limosna nos pone cara a cara con la pobreza de nuestro prójimo. Nuestro trato con el necesitado debe ser horizontal, como se trata a un hermano, y nunca desde arriba como quien deja caer un favor… La caridad de quien da lo que le sobra no redime ni levanta a las almas vulneradas. De nada vale nuestra limosna si ésta no pasa primero por la compasión del corazón. Es a esto a lo que llamamos “misericordia”, que no es otra cosa que la empatía de nuestro corazón con la miseria ajena. Sólo con ella lo que sale de nuestras manos será eficaz para aliviar esas pobrezas que también reconocemos como nuestras. Quien ha comprendido esto, ya no buscará conquistar la gloria del mundo a base de méritos, para reinar en él. Su reinado será el servicio a los más humildes, a los que en el mundo son tenidos por poco o nada (Cf. 1 Cor 1, 27-28).

Ayuno: la templanza profética  

El ayuno nos trae un paso más adentro. La mirada va del ámbito exterior al de nuestro corazón. Nos lleva al autodominio del “ego”, que ávido de placeres, a veces ciego desenfrenadamente, sólo busca satisfacer su propio capricho y deseo. El ayuno se vuelve cerco de moderación y sobriedad que el miles Christi[1] se autoimpone como disciplina para ajustar las riendas de la “carne”, cuya tendencia lleva al rechazo de Dios (Cfr. Rom 8, 6-8).

Este corcel tan cerrero del ego se doma con la templanza. Y esta templanza habrá que renovarla con la voluntad cada semana, cada día, en cada ocasión. Con la abstinencia bien entendida se da la sobria severidad de los profetas, que viven de toda palabra salida de la boca de Dios y no únicamente del pan material. Un buen ayuno para nuestros días será abandonar la compulsión del consumismo para abrir nuestros bolsillos a los necesitados, a fuerza de generosidad.

Oración: «pontífices de la Creación»

Los cuarenta días y cuarenta noches que Nuestro Salvador quiso pasar en el desierto (Cf. Mt 4, 1-11; Mc 1, 12-13; Lc 4, 1-13) para ejercitar su amor al Padre, fueron sustentados por la oración, por el combate que significaba volver una y otra vez, tras cada prueba, a la mirada de su Padre, a la unión con su Dios. En lo más íntimo de Jesús, sólo una cosa se volvía el fundamento de su pureza y rectitud de intensión: la confianza serena e inquebrantable en el amor de Aquel que le enviaba y convocaba a su Misión, su Padre Dios. El fin de nuestra oración en esta cuaresma ha de ser el mismo: permanecer con una confianza serena bajo la mirada de nuestro Padre.

Lancémonos sin miedo, en esta cuaresma, a la búsqueda de la intimidad filial con nuestro “Abba”. No tengamos miedo de bregar en alta mar hasta arribar al puerto de la contemplación, que en toda obra buena Dios manda su gracia. Y no hay contemplación sin abandono, ni abandono sin confianza. En todo caso, nunca se alcanza la contemplación a golpe de ingenio o esfuerzo. Los frutos de la buena oración se cosechan en el campo del abandono confiado a la ternura de Dios. La única arma, entonces, para alcanzar buena oración será la de la terquedad apasionada por el Amado y la sed de Dios: «Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?» (Sal 42, 2-3).

El no acudir a la oración habitualmente es síntoma de orgullo y autosuficiencia espiritual. Y es lo que persigue el Oponente, que cada uno de nosotros se constituya en un baluarte privado, encumbrado en su autoreferencialidad. Estas glorias huecas que el ego se construye, quizás puedan verse deslumbrantes, pero al final no son más que un castillo de paja lejos de Dios. El pelagianismo que pretende el aplauso de los hombres desespera ante la humildad del que siempre se fía de Dios. No obstante, el que ama permanecer en la unión con Dios se hace sacerdote de toda vida y pontífice de la creación.

Compromiso concreto

¡Limosna, ayuno y oración; misericordia, templanza y sed de Dios! Cada uno de los Caballeros y Damas de la Santísima Trinidad sabrá cómo unirse a Cristo en este combate cuaresmal.

Que nuestra limosna sea concreta y la misericordia que se espera de nuestras manos llegue a hombres y mujeres de carne y hueso, que interpelen nuestra caridad. Una mano anónima que grita a nuestro paso es fácil de callar, pero el vecino pobre que está siempre a nuestro lado es Cristo callado, ignorado, paciente.

Que nuestro ayuno no se conforme con la ascesis estéril, eso también puede volverse vanidosa piedad. Que el ayuno de esta “cuarentena” pasajera apague un poco el fuego de aquellos que ayunan todo el año. Que nuestro ayuno y abstinencia se vuelvan regalos: un «no» para nuestros caprichos y un «sí» para el clamor de los pequeños del Reino.

Que nuestra oración no se contente con una piedad rutinaria, mediocre, sin fervor ni pasión. Que nuestro encuentro cotidiano con el Señor se dé en la intimidad del silencio, procuremos este espacio con celo. Quisiera dejar un reto a todos los miembros de la Hermandad, tanto a los efectivos como a los agregados, en esta Cuaresma. Que todos recen al menos una de las horas de la Liturgia de las Horas. Las principales horas del día son Laudes y Vísperas. Pero sería una gracia inmensa para toda la Hermandad que todos sus miembros rezaran al menos una de las horas del Oficio Divino. Con el mismo deseo les exhorto también a acercarse al rezo del Santo Rosario, si es que lo han abandonado o si no lo rezan habitualmente.

Recordemos las tres armas para vivir la Cuaresma que hemos tratado anteriormente: la misericordia, la templanza y la sed de Dios. Teniendo la mirada en Jesús, que en todo momento puso su corazón en las cosas del Padre y en el proyecto de su Reino, vivamos alegres y confiados en su victoria. Él nos espera pleno de vida y luz en su Pascua gloriosa.

A todos les encomiendo en mis oraciones a la Inmaculada Madre de Dios, Reina de nuestra Milicia; a San Miguel Arcángel y a San Jorge Megalomártir. Que ellos nos alcancen de Nuestro Salvador la gracia de la perseverancia en las buenas obras y el deseo constante por la santidad.

Su humilde servidor en Cristo,

Rubén de la Trinidad, MSST.

Caballero Maestro

Sede Magistral, La Habana, 6 de marzo de 2019.


[1] Expresión latina para “soldado, caballero (o dama) de Cristo”.

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