
Este domingo la liturgia nos ilumina con dos pasajes hermosos que vienen a refrescar el camino de la Cuaresma: la vocación de Abrahán y la Transfiguración del Señor.
En el Capítulo 12 del libro del Génesis contemplamos al Padre de la Fe, Abrán, que es llamado por Dios cuando ya es bien mayor. Dios ha querido llamarlo en esta etapa de su vida para comenzar a escribir la Historia de nuestra Fe. Los capítulos anteriores al 12 del libro del Génesis pueden ser llamados “prehistoria” pero nunca Historia en el sentido exacto de la Palabra. Con Abrahán y su respuesta positiva a la llamada de Dios, se abre ante nosotros el reto de la Fe.
Para recibir la bendición de Dios es necesario abandonar nuestras comodidades, nuestra zona de confort, nuestro politeísmo si lo hubiera, para abrirnos a la Voz de aquel que llama a un Proyecto más perfecto y universal. Abrahán dijo sí en plena ancianidad, como para dejarnos claro que no hay ninguna excusa cuando se trata del llamado de Dios. Nosotros pudiéramos escondernos, poner excusas o buscar otros caminos más fáciles. Pero en el fondo, si no respodemos a la verdadera llamada, nucna seremos felices ni estaremos satisfechos.
En el Evangelio nos encontramos esta vez con el segundo pasaje de la vida de Cristo en el que se manifiesta plenamente el misterio de la Santísima Trinidad. El primero fue el Bautismo del Señor: se abrieron los cielos y se escuchó la voz del Padre, además se vió al Espíritu Santo en forma corporal de paloma descender sobre el Hijo amado. La Trinidad pleanmente manifiesta en signos inteligibles para el ser humano.
Ahora sucede algo parecido: las vestiduras de Cristo resplandecen de luz y blancura. Un nube, imagen de la presencia del Espíritu Santo, cubre a todos los presentes y finalmente la misma voz del Padre para decir el mismo mensaje: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».
Si en el Bautismo del Señor la Trinidad se manifiesta para confirmar el inicio del ministerio mesiánico de Jesús. En la Transfiguración, la Trinidad vuelve a hacerse patente para confirmar el desenlace final del ministerio de Cristo, que se consumará con el Misterio Pascual.
De hecho nos dice el texto que Moisés y Elías aparecen conversando con Jesús sobre su “éxodo”, sobre su “pascua”, o para mejor entenderlo: sobre “su pasión, muerte y resurrección”.
El pasaje del Evangelio tiene un profundo contenido espiritual, y yo diría místico. Jesús ha querido hacer testigos de su gloria y divinidad a sus tres apóstoles más cercanos: Pedro, Santiago y Juan. Ha querido subir el monte de la Transfiguración que la Tradición ha colocado en el Monte Tabor, y all, puesto en oración, ha develado su identidad más profunda: ser el Hijo de Dios.
Conversa con los dos grandes santos del Antiguo Testamento que representan respectivamente la Ley (Moisés) y los Profetas (Elías) como para manifestarnos que las Santas Escrituras y toda la Antigua Alianza le señala a Él como “el que tenía que venir”… y finalmente todo es sellado con la presencia del Padre y del Espíritu Santo. Tuvo que ser impresionante para Pedro, Santiago y Juan contemplar todo esto: el resplandor de la luz divina, la nube que les recordaba la “shekinah” o presencia de Dios y finalmente la voz potente del Padre haciendo presión del amor a su Hijo Único.
Es comprensible que Pedro, quizás un poco fuera de sí, como suele suceder en las experiencias místicas, comenzara a hablar sin entender lo que decía, tal como nos cuentan los otros sinópticos. Mateo, por su parte, nos dice que los apóstoles, ante la teofanía, cayeron de bruces llenos de espanto. Nada de esto es raro o incomprensible para los que aman la oración. Los místicos tienen este tipo de experiencias muy a menudo.
Todos nosotros estamos llamados a tener este encuentro luminoso y gratificante con el Señor en la oración. Definitivamente tenemos que subir el monte Tabor cada día para sacar fuerzas de la fuente que Dios. Pero también es cierto que tenemos que bajar de la montaña e irradiar esta luz recibida en la oración sobre nuestros ámbitos cotidianos.
Pedro tuvo la tentación de quedarse en la montaña y construir tres tiendas para gustar siempre de esta luz. Sin embargo Jesús nos señala otro camino. Hay que bajar del monte, hay que enfrentarse al desenlace final. Hay que obedecer la voz del Padre que no se echa atrás en su proyecto salvador.
En este camino cuaresmal, nosotros somos Pedro, Santiago y Juan, debemos acompañar al Señor en su recta final hacia Jerusalén. Allí encontraremos la batalla final, la hora decisiva, la pasión, muerte y resurrección.
Cuando la desconfianza nos embargue, cuando la ansiedad y el miedo al fracaso nos paralicen, cuando el gusto por la comodidad nos tiente a quedarnos tranquilos, escuchemos la voz de Cristo, que nos dice una y otra vez: «Levantaos, no temáis».