Homilía en el Tercer Domingo de Pascua

Hoy quiero compartir con ustedes, en este Domingo Tercero de Pascua tres conceptos que nos van a guiar a una mejor comprensión de lo que estamos celebrando hoy y durante los 50 días que dura la Pascua.

El primero es el corazón del mensaje de los apóstoles: el “Kerigma”. El segundo es el método y el coraje con el que este mensaje debe ser anunciado, o sea, la “Parresía”. Y el tercero que quiero que haga eco en sus corazones es la “Metanoia” o conversión, sin la cual no hay salvación alguna.

  • El Kerigma de los Apóstoles

En la primera lectura, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, escuchamos la voz de San Pedro, en el contexto del día de Pentecostés. En la segunda lectura, también escuchamos a Pedro, esta vez escribiendo a las primeras comunidades cristianas unos años más tarde. En ambas ocasiones hallamos una misma exposición de la primera predicación apostólica, matizada por dos momentos diferentes y dirigida a dos públicos distintos, pero en el fondo la misma Buena Nueva.

Cristo Jesús, el Hijo eterno del Padre, que ha venido a este mundo para salvarnos de nuestros pecados y de la condenación, ha sido rechazado por su pueblo que le ha hecho morir en una Cruz. Le han matado con manos paganas. Aquel que había venido para darnos vida, después de obrar tantos signos y milagros en favor de todos, fue condenado a la muerte y puesto a un lado por la maldad de nuestros pecados y nuestra dureza de corazón.

Pero Dios no abandonó a su Hijo, y al tercer día lo resucitó de entre los muertos. De manera que ya la muerte no tiene la última palabra, y todos aquellos que lo aceptaron y los que ahora decidan acercarse a Él recibirán la vida eterna en su Nombre.

Todos nosotros que en un momento vivimos de manera estéril, ahora, por la resurrección de Jesucristo, estamos llamados a la santidad. Ya no tenemos ninguna deuda con el pecado. Cristo nos ha hecho nuevas criaturas, nos ha llamado de nuestras tinieblas, muchas o pocas, a una vida nueva en su Luz. Su redención nos ha liberado del absurdo de este mundo con sus vicios y pecados para levantarnos a una nueva experiencia que solo se tiene en Cristo.

Hoy tú también tienes esa oportunidad, hoy Cristo te llama con la voz de su palabra y con la luz de resurrección. Escucha hoy su voz y no endurezcas el corazón.

Esto, mis queridos hermanos, es el Kerigma de los apóstoles, el anuncio primero y puro del Evangelio que debe alcanzar a toda criatura, que no debe ser limitado por nada ni por nadie, el que todos los bautizados estamos llamados a compartir.

  • La Parresía de los misioneros

Pero este Kerigma solo puede ser anunciado con valentía si queremos que haga su efecto. El misionero tiene que tener la libertad, sin ningún temor, de decir y dar testimonio, en el ámbito privado y público, de todo lo que ha visto y oído. El buen misionero es el que se deja quemar por el fuego de la Fe como una antorcha que nunca deja de consumirse. O como diría el profeta Jeremías: “pues aunque quisiera no pensar más en ti, Señor, ni hablar más en tu Nombre, no puedo, pues tu Palabra se vuelve en mi interior como un fuego que cala en mis entrañas y no puedo contenerlo” (Jer 20, 9).

Este anuncio pascual del Kerigma solo puede ser proclamado con la misma “parresía” de los apóstoles si nos dejamos ungir o encender por el Espíritu. Fue el Espíritu quien sacó a la Iglesia de su enclaustramiento y dio a los apóstoles la fuerza para hablar sin trabas; él fue quien levantó a los Profetas del Antiguo Testamento que señalaron a Jesús como el Mesías; el que confirmó la fe de San Juan Bautista y el que ha seguido levantando testigos y mártires de Cristo (que significan lo mismo en griego) a lo largo de todos los siglos.

Es el mismo Espíritu el que te va a regalar este don tan precioso de la predicación sin temor, si lo pides hoy con sinceridad. De manera que podamos repetir con el Apóstol San Pedro: “a este Jesús Dios lo resucitó, y de ello todos nosotros somos testigos. Llevado a los cielos por el poder de Dios, recibió del Padre el Espíritu Santo prometido a él y lo ha comunicado (a todos nosotros), como ustedes lo están viendo y oyendo”.

  • La Metanoia o Epistrepho

Y finalmente el Evangelio nos pone de frente a dos personajes, Cleofas y otro más cuyo nombre no aparece, por lo que puede ser cualquiera de nosotros; personajes que la tradición ha acuñado ya con el nombre de los Discípulos de Emaús.

Decepcionados y desesperanzados, vienen quizás regresando de Jerusalén a su aldea, Emaús, discutiendo todo lo sucedido y llenos de tristeza a la vez. Jesús que siempre toma la iniciativa, se hace el encontradizo y les sale al encuentro. El camino hacia Emaús es el camino de la decepción y la melancolía: Aquel que era nuestra esperanza se ha ido, ya no está Jesús el nazareno, con él fue crucificada también nuestra fe y toda la esperanza que habíamos puesto en él. Ya no queda otra cosa que volver a nuestro pueblo, regresar a nuestro origen sin Jesús, pues él ha muerto, ha sido sepultado y su historia acabó para todos. Aunque algunos ha dicho que le han visto vivo, nuestro corazón esta enfermo de dureza e incredulidad, de sospecha y desconfianza…

Mis hermanos, más dura que la losa del sepulcro son los corazones cubiertos por la falta de fe. ¿Cuántas veces hemos tenido la misma tentación nosotros? La tentación de regresar a nuestra antigua vida, a nuestro pasado sin Dios. ¿Cuantas veces hemos dejado guiar nuestros pasos por el sendero de la desesperanza, del vacío de sentido?

Por eso es que el Salmo ha cantado, “enséñame, Señor, el camino de la vida”, porque yo solo me pierdo, porque a veces también esta vida me sobrepasa, y necesito que vengas a enderezar mi sendero.

Viniendo Jesús al encuentro de ambos por el camino, escribió, sin que ellos lo supieran, la mejor ilustración de lo que significa conversión.

Dos palabras tenemos en la Escritura para describir nuestra conversión: la primera es “metanoia” que viene del griego y significa cambiar la mente, cambiar nuestra manera de pensar y concebir el mundo. No se limita al ámbito mental. Dios quiere que cambiemos sobre todas las cosas el corazón. Si todo lo que has aprendido en la Iglesia o en el Catecismo no baja al corazón, serás un cristiano muy instruido, serás quizás brillante en la doctrina, pero si no lo siembras en el terreno del corazón, si no echa raíces en el alma, serás solo una cáscara, una cobertura, un ropaje bonito, pero vacío.

La verdadera conversión implica la mente y el corazón. Y esto fue lo que provocó Jesús en ellos: entendieron las Escrituras que el Maestro les fue explicando desde Moisés hasta los profetas. Pero de nada hubiera servido tanta luz sobre la Biblia, si al final no hubieran hallado transformados sus corazones. Ellos mismos lo han dicho: “¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!”

La segunda palabra que encontramos para describir la conversión es “epistrepho”, que habla de un girar o retornar. Literalmente la podemos figurar cuando hablamos de un cambio de dirección en nuestro camino, o cuando yendo en una dirección nos encontramos con algo o alguien  que nos hace tornar y tomar otro sendero. Todos estos conceptos los encontramos en el relato de los Discípulos de Emaús.

Acto seguido de la fracción del pan y de la apertura de sus ojos de cuando finalmente reconocieron a Jesús, éstos cambiaron su camino. Yo diría más, no solo cambiaron la dirección de su camino, sino que se pusieron en marcha de inmediato. El encuentro con Cristo Vivo les cambió lo que quedaba de día y les cambió la vida entera.

Nosotros hoy somos estos discípulos de Emaús, estamos alrededor de esta Mesa del Altar donde en unos momentos vamos a celebrar la fracción del pan. Nuestros ojos pueden estar muy abiertos pero también puede que alguno los tenga adormecidos o un poco ciegos de incredulidad. Jesús se va a hacer presente como lo hizo aquella noche que nos contó el Evangelio, y va a partir el pan ante nosotros con la misma intención de cambiar nuestras vidas.

De nuestra parte queda hacer lo que hicieron los de Emaús:

  1. Cambiar nuestras mentes y corazones y enderezar nuestros caminos al fin que Dios quiere.
  2. Salir con el entusiasmo y la “parresía” propia de los que se han encontrado con Cristo Vivo. Salir sin miedo de nuestro vacío. Porque donde no está Cristo, realmente no hay nada.
  3. Y finalmente dar testimonio de esta Buena Nueva, el “Kerigma”, que nos ha cambiado la vida. Si él ha cambiado mi vida, también cambiará la tuya; si él me ha hecho feliz, también te puede hacer feliz a ti. Si él ha llenado mi existencia de sentido, también puede llenar de sentido tu existencia.

Ya él puso su parte, ahora todo depende de ti. Amén.

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