Homilía en el Sexto Domingo de Pascua (Día de las Madres)

Estamos ya en el Sexto Domingo de Pascua. Eso significa que en una semana estaremos celebrando la Ascensión del Señor, y en dos semanas estaremos celebrando el Domingo de Pentecostés. De cualquier manera, hoy también es el Día de las Madres, y las madres siempre terminan “robándose el show”, así que hoy no podremos dejar de hablar de las madres en la homilía. No obstante digamos al menos algunas palabritas sobre las lecturas de hoy y después terminaremos con el plato fuerte de hoy: “las madres”.

Las lecturas de hoy nos invitan a reflexionar sobre el poder transformador del Espíritu Santo y la importancia de vivir nuestra fe con amor y obediencia a los mandamientos de Dios.

En la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles, somos testigos del notable impacto de la proclamación de Cristo por Felipe en la ciudad de Samaria. Los espíritus inmundos fueron expulsados, los paralíticos sanaron y una gran alegría llenó la ciudad. Hubo una efusión del Espíritu Santo que produjo una profunda conversión y un renovado sentido de esperanza entre la gente. Cuando respondemos positivamente al Espíritu Santo en el reto de la Misión evangelizadora, Dios se hace presente de maneras inimaginables.

En la segunda lectura, San Pedro nos anima a proclamar a Cristo como Señor de nuestros corazones. Estamos llamados a vivir con esperanza y a explicar nuestra fe a los demás. Pero esta explicación no debe darse con arrogancia o a la defensiva. Por el contrario, debemos abordarla con dulzura y una conciencia tranquila. Nuestra conducta debe reflejar la bondad de Cristo, incluso ante la adversidad. Es mejor, aunque no lo entendamos, sufrir por hacer el bien que por hacer el mal, siguiendo así las huellas de Cristo, que sufrió por nosotros, conduciéndonos a Dios.

Y por último, en el Evangelio, Jesús promete a sus discípulos el don del Espíritu Santo, el Abogado que estará siempre con nosotros. Este Espíritu de verdad nos guiará y habitará en nosotros, iluminándonos.

Solo por el amor se puede comprender la obra de la salvación y solo por el amor se puede entender la unidad íntima de la Trinidad Santa, que Cristo ha revelado a sus discípulos. Amar y cumplir los mandamientos son la misma cosa, por eso el Padre y el Hijo hacen morada en el creyente cuando este recibe el don del Espíritu Santo.

Ahora que nos acercamos a Pentecostés , pidamos con más fuerza la efusión de este Espíritu.

Y como habíamos dicho, no podemos dejar de decir unas palabras sobre las madres.

Hoy es el día en que reservamos un tiempo para reconocer y apreciar el inmenso amor, sacrificio e influencia que las madres tienen en nuestras vidas. Ellas ocupan un lugar único en nuestros corazones y en la sociedad, y hoy damos las gracias por el extraordinario regalo que son para nosotros.

Cuando pensamos en la palabra «madre», evocamos una profunda sensación de calidez, ternura y cariño. Las madres poseen una extraordinaria capacidad para colmarnos de amor y cuidados, consolarnos en momentos de angustia e inspirarnos para alcanzar nuestros sueños.

Son las primeras en estrecharnos entre sus brazos, las que nos enseñan nuestras primeras palabras y nos guían cuando damos nuestros primeros pasos.

Se entregan sin reservas dejando de lado sus propias necesidades por el bien de sus hijos.

Son ellas las que se despiertan en mitad de la noche para atender a un bebé que llora, las que pasan incontables horas haciendo la comida, lavando la ropa, esperando siempre el regreso de los hijos.

Una buena madre siempre se entrega por completo sin esperar nada a cambio.

Ninguna mujer podrá sustituir el amor de una madre.

Nadie se desvelará por ti, rezará por ti, llorará por ti o se alegrará con tu felicidad como lo hace tu madre.

Pero no olvidemos que la maternidad va más allá de los vínculos biológicos. Hay muchas mujeres que han asumido el papel de madre. La maternidad no se define únicamente por la sangre o la fertilidad. Hay tantas que abrazan la maternidad, sin dar a luz, sólo por el amor y la compasión. Mientras que hay otras tantas que rechazan la maternidad y se cierran al don de una nueva vida.

En este Día de la Madre, es esencial expresar nuestra gratitud y amor por nuestras madres. Dediquemos un momento a reflexionar sobre las innumerables maneras en que han influido en nosotros, formándonos como las personas que somos hoy. Su aliento, sabiduría y fortaleza nos han ayudado a superar tantos retos de la vida y nos han inspirado para convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos.

Sin embargo, al celebrar la alegría y la belleza de la maternidad, también reconocemos que este día puede traer consigo una mezcla de emociones, un sabor agridulce. Algunos de nosotros hemos sufrido la pérdida de una madre o su ausencia.  Honremos también la memoria de aquellas madres que ya no están con nosotros, recemos y demos gracias por ellas.

En nuestra gratitud, no limitemos nuestro aprecio a un solo día del año. Cada día es una oportunidad para mostrarles amor y aprecio. 

En esta Eucaristía presentamos sobre el altar la vida de todas nuestras madres, de nuestras abuelas y de todas las mujeres que han dicho sí a la vida, al don del matrimonio y de la maternidad.

Hoy ecomendamos a nuestras madres a la protección de Maria, ella como madre por excelencia, por ser la Madre de Dios, sabrá como forjar los corazones de las madres que se encomienden a su cuidado. No hay una Madre como ella, no hay un corazón maternal como el de María. Que ella sepa guardarnos a todos en el mismo amor de Jesucristo. Que ella nos alcance la gracia del cielo de reconocer la grandeza, delicadeza y hermosura de lo que la maternidad significa.

Que Dios bendiga a todas las madres, hoy y siempre. ¡Feliz día de las Madres! Amén.

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