El Arte en el plan de Dios


«La excelsitud y grandeza del arte, y también de la liturgia, es que en medio de lo sensible (colores, sensaciones, trazos, música), se oculta, escondida, la Belleza, lo infinito, aquello que el corazón del hombre busca sin cesar, esa búsqueda incansable que acaba en Dios

Por Óscar Daniel Castrillo

En ocasiones, me he preguntado cómo es posible que Vivaldi escribiese ‘Las 4 Estaciones’ o que Quevedo escribiese sus tan alabados sonetos. Es verdaderamente impresionante que semejantes expresiones de belleza puedan surgir de la creatividad humana. Me parece un misterio insondable, extraordinario, pero lo que aún es más extraordinario es quién creó la posibilidad de crear el arte, quién posibilitó a los hombres tocar la divinidad con los dedos por unos momentos y ascender hasta cotas celestiales de belleza. Y esto, nos puede invitar a meditar sobre cuál es el sentido del arte en el plan de Dios para el mundo.

Siempre he sido de la opinión de que aunque la razón es esencial para acceder a muchas verdades sobre el hombre, también los sentimientos, o mejor dicho, la Belleza, puede llevarnos a la Verdad, porque, parafraseando al poeta alemán Hölderlin, en ocasiones lo más verdadero suele ser lo más hermoso, y eso es lo que ocurre con Dios. Y, como diría Benedicto XVI, la fe católica no viene entregada por una serie de deducciones personales, sino por un encuentro personal con Jesucristo, que es encontrar de golpe a un Padre celestial que siempre nos ama y nos espera. Algo así le pasó al filósofo francés Paul Cladel, que, buscando argumentos contra el cristianismo, entró a la Basílica de Notredame, y, al quedarse emocionado por la belleza de unos niños cantando el ‘Magnificat’, la gracia de Dios actuó como un flechazo sobre su corazón, tras lo que se convirtió al catolicismo. El arte es una ventana por la que la gracia de Dios puede actuar en nuestros corazones. Es algo que turba nuestro espíritu, que no nos deja indiferente. Escuchar una canción que nos emociona, que nos transmite esa íntima alegría en nuestro interior, que nos garantiza que tenemos alma, una existencia espiritual. Eso es una de las cosas que nos hace diferentes de los animales, que nos hace ser verdaderamente humanos.

Recuerdo que, cuando estuve en Roma hace unos años, viví posiblemente la experiencia más bella y mística de mi vida cristiana. Fue contemplando ‘La Piedad’ de Miguel Ángel, mientras escuchaba con auriculares ‘Ave Maria’ de Schubert. Y me acordé del versículo del Evangelio que decía que a María una espada le atravesaría el alma. No pude más que emocionarme mirando el rostro sereno de María en la escultura, que muestra la serenidad y la resignación cristiana del que confía en Dios, incluso cuando tiene en sus brazos a su hijo, sacrificado y torturado para liberarnos del peso de nuestros pecados. Es la angustia de una madre que en el fondo sabe que se ha hecho la voluntad del Padre. Y fue en esos mismos momentos, donde me di cuenta de que al fin había encontrado la Verdad. Y experimento algo muy semejante en la Misa de Domingo de Resurreción cada año en la catedral de mi diócesis, cuando, mi iglesia se sumerge en incienso, velas y solemnidad, y unas voces angelicales cantan la Pasión mientras nosotros podemos meditarla con sentido penitencial. La excelsitud y grandeza del arte, y también de la liturgia, es que en medio de lo sensible (colores, sensaciones, trazos, música), se oculta, escondida, la Belleza, lo infinito, aquello que el corazón del hombre busca sin cesar, esa búsqueda incansable que acaba en Dios.

Esta valoración del arte como forma de acercarse a Dios ha sido muy tratada en el Magisterio de Benedicto XVI, por lo que al interesado recomiendo que lea sus catequesis sobre el arte y sus encuentros con artistas en La Capilla Sixtina. El arte es una expresión del amor de Dios a los hombres. Asomándonos a éste vemos un tibio resplandor de belleza y amor que nos seduce, que nos emociona y apasiona, que es solo un leve reflejo del amor divino, el amor de un Padre que no nos hubiera necesitado, pero que nos crea por amor. Cuántas veces, al descubrir una canción, con una música y una voz hermosas, o al disfrutar una historia que me ha marcado el corazón, he dado gracias a Dios en mi interior por su infinita misericordia, que tantas gracias y frutos nos da. A día de hoy, es un hecho que el arte me ha ayudado a valorar como se merece la vida, la familia y la hermosura del amor romántico, ayudándome a despreciar del pecado. Los hombres creativos se vuelven, por un momento, un creador todopoderoso que elaboran de la nada mundos, historias y personajes ficticios, expresando sentimientos, emociones, valores humanos y enseñanzas morales. Esa es la grandeza de las artes narrativas. Cómo con personajes que no existen realmente el autor puede llevar a la emoción a los espectadores y enternecer nuestros corazones de piedra, para mostrarnos una enseñanza vital o para que empaticemos con un personaje. De esta forma, los creativos participan en la obra del Creador y son capaces de transmitir verdad y belleza a los hombres. Así, al contemplar la grandeza y la complejidad del amor romántico en una narración, lo percibimos como un reflejo hermosísimo del amor del Padre Celestial. Es difícil, como diría Yukio Mishima, que los demás puedan entender al completo lo que sentimos dentro, quizás imposible, pero eso es precisamente lo bello, que nuestra sensibilidad es algo solamente nuestro, que nadie nos puede robar. Esa exaltación que turba nuestro alma, que agita nuestra sensibilidad, que nos conecta emocionalmente a una historia que nos deja huella para siempre, nos abre las puertas de la trascendencia, y se queda como entre Dios y nosotros.

La belleza, pues, está hecha para turbarnos. Nos emociona, exalta e incluso hiere, pero no nos deja indiferentes. Nos percatamos de la presencia de Dios en lo que nos suscita el sentimiento puro y auténtico de la Belleza1, nos desarmamos de nuestras defensas para dejarnos herir por ella, y es así como encontramos la suma belleza que es Dios, es así como salimos de nosotros mismos y superamos la barrera de lo sensible y tocamos con la punta de nuestros dedos la trascendencia. Llegaría a decir el teólogo Von Balthasar, que «De aquel cuyo semblante se crispa ante la sola mención de su nombre —pues para él la belleza sólo es chuchería exótica del pasado burgués— podemos asegurar que, abierta o tácitamente, ya no es capaz de rezar y, pronto, ni siquiera será capaz de amar»2.  Es cuando el hombre percibe la belleza absoluta y la busca insaciablemente, cuando Dios le inclina su mano. Y, en palabras de Benedicto XVI: «Una función esencial de la verdadera belleza, que ya puso de relieve Platón, consiste en dar al hombre una saludable “sacudida”, que lo hace salir de sí mismo, lo arranca de la resignación, del acomodamiento del día a día e incluso lo hace sufrir, como un dardo que lo hiere, pero precisamente de este modo lo “despierta” y le vuelve a abrir los ojos del corazón y de la mente, dándole alas e impulsándolo hacia lo alto. La expresión de Dostoievski que voy a citar es sin duda atrevida y paradójica, pero invita a reflexionar: “La humanidad puede vivir —dice— sin la ciencia, puede vivir sin pan, pero nunca podría vivir sin la belleza, porque ya no habría motivo para estar en el mundo. Todo el secreto está aquí, toda la historia está aquí”. En la misma línea dice el pintor Georges Braque: “El arte está hecho para turbar, mientras que la ciencia tranquiliza”. La belleza impresiona, pero precisamente así recuerda al hombre su destino último, lo pone de nuevo en marcha, lo llena de nueva esperanza, le da la valentía para vivir a fondo el don único de la existencia»3. Y así, se equivocan absolutamente los que se centran tanto en los razonamientos para convencer a los demás y olvidan, que, en efecto: «la belleza es conocimiento, una forma superior de conocimiento, que alcanza al hombre con toda la grandeza de la verdad». 4

Cuando entramos en una catedral, su majestuosidad, sus altísimas bóvedas y el orden y la inteligencia de su diseño deberían recordarnos a la fuente suprema de toda belleza e inteligencia, que es Dios. Por eso, es tan importante en mi opinión mantener las formas tradicionales en cuanto a la música en la liturgia y la arquitectura se refiere. Cuando hoy los fieles entran a las iglesias de inspiración contemporánea, se dan cuenta de que sus paredes ya no inspiran belleza, ya no inspiran orden e inteligencia, no inspiran Verdad, y no inspiran Fe. Y por eso creo que deberíamos esforzarnos en hacer las Iglesias más hermosas, y en recuperar y conservar el tesoro litúrgico que ha tenido durante siglos la Iglesia para las misas y las adoraciones, incitando a los fieles a la contemplación solemne de la renovación del sacrificio de Cristo. No podemos dejar que la Eucaristía se convierta en una fiesta donde falta o bien el silencio para meditar, o bien la música solemne que invite a la contemplación. No podemos permitir que los fieles nunca hayan escuchado el ‘Tantum Ergo’ o el ‘Pange Lingua’ que tanto fervor y piedad han producido en las almas a lo largo de los siglos, y que tantas gracias han traído a la Iglesia.

Muchos han dicho que, de haber sido católico, Bach estaría canonizado. Al escuchar la música de Bach, verdaderamente nos transmite lo que emana de la palabra de Dios. Bach fue un teólogo que en vez de palabras usó partituras, y a través de la infinita belleza de su obra, nos lleva a la Verdad de igual forma que nos podrían llevar los libros de filosofía de Santo Tomás de Aquino. Su ‘Pasión de San Mateo’ es una obra verdaderamente sobrenatural, que estoy seguro que habrá convertido a cientos de personas a la fe cristiana a lo largo de los siglos. Escuchar oraciones cantadas es una forma sugestiva de transmitir la fe, que fomenta la conversión, ya que, al oír orar a los demás, nos empapa la fe de los otros. Y el arte europeo, especialmente la música clásica, está llena de música y cantos que son auténticas oraciones, un auténtico tesoro de la cultura cristiana a nuestra disposición. Y, como diría San Agustín, aquel que canta siempre reza dos veces.

Actualmente, lamentablemente el papel del arte en la vida de los hombres ha sido humillado, olvidado. El hombre moderno ha reducido toda su existencia a lo corporal, y ha olvidado por completo alimentar su alma y cultivar aquello que lo hace único. Pero los cristianos no podemos dejarnos contagiar por este espíritu. Y ojalá sepamos, en una época en la que se exalta y reina la fealdad, la bajeza, lo abstracto, reconocer la verdadera belleza y el verdadero arte allí donde estén, y sepamos defenderlo y disfrutarlo, para profundizar nuestra vida interior y para gloria de Dios. Así, podremos llevar la Verdad que hará libres a los hombres. Y, como diría, la escritora japonesa Hisako Matsubara:
«La belleza abre los corazones y provoca en los hombres un estado de ánimo gracias al cual toman conciencia de los verdaderos valores de la vida. Así alcanzan a distinguir qué es lo verdaderamente bello y lo que inalterablemente lo seguirá siendo, por los siglos de los siglos».5 Que así sea.

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1.- (WEIL, SIMONE, La pesanteur et la grace, Paris: Plon, 147, 1988, 198).

2.- (BALTHASAR, H.U. VON, Una estética teológica, Madrid: Ediciones Encuentro, 1985, 22).

3.- (BENEDICTO XVI, «Encuentro con los artistas en la Capilla Sixtina», 1045-52).

4.- (RATZINGER J., Caminos de Jesucristo, Madrid: Cristiandad, Madrid 2004, p. 36).

5.- (HISAKO MATSUBARA., Samurai,Tusquets, Barcelona 2006, p.103).

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