Homilía para el Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, ciclo C

1. Velad y estad preparados, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor.

Se acerca el final del año litúrgico. El próximo domingo celebraremos la fiesta de Cristo Rey del Universo, por lo que la liturgia se centra en lo que llamamos los «novísimos» o las «postrimerías».

La Historia de la Humanidad tal como la conocemos terminará con la segunda venida de Jesucristo. Toda la sombra de este mundo pasará, y no quedará una piedra sobre otra. Incluso esas estructuras mundanas que nos parecen tan fuertes y tan bien logradas, acabarán sucumbiendo ante la venida de nuestro Señor, si no están fundadas en su voluntad.

Sin embargo, el Evangelio que hemos proclamado es una llamada a no tener miedo: «No perecerá ni un pelo de vuestra cabeza»… Jesús ha querido entrar en la historia de la humanidad para abrirla a la trascendencia y todo resultará para el bien de los que aman a Dios.

Toma y destrucción de Jerusalén por los romanos, año 70 d.C.

Estos tiempos difíciles que predice el Evangelio, muchos de los cuales ya hemos vivido, son una gran oportunidad para realizar nuestra última purificación en este mundo. Recordad que necesitamos ser purificados en el crisol para ver a Dios; sólo los valientes serán capaces de aceptar este reto.

Las lecturas bíblicas, que acabamos de escuchar, presentan la expectativa del regreso de Cristo con las conmovedoras palabras del profeta Malaquías, que describe el «día del Señor» (MI 3,1) como una intervención imprevista y decisiva de Dios en la historia. El Señor vencerá definitivamente el mal y restablecerá la justicia, castigando a los malvados y dando una recompensa a los buenos.

Desde la perspectiva final del mundo, la invitación a vigilar y estar preparados es muy apremiante. El Aleluya cantó, «cuando estas cosas empiecen a suceder, levantaos y alzad la cabeza, porque vuestra liberación está cerca» (Lucas 21,28). El cristiano está llamado a vivir con la perspectiva del encuentro con Cristo, siempre consciente de que debe contribuir cada día, con su esfuerzo personal, a la instauración progresiva del Reino de Dios.

2. El que no trabaja, que no coma.

En la segunda lectura, San Pablo subraya que los creyentes deben comprometerse seriamente a preparar la llegada del Reino de Dios y, frente a una interpretación errónea del mensaje evangélico, recuerda con fuerza este aspecto concreto.

Con una expresión muy eficaz, el Apóstol reprocha el comportamiento de quienes adoptaron una actitud de indiferencia y evasión, en lugar de vivir y testimoniar el Evangelio con compromiso, considerando erróneamente que el día del Señor estaba ya muy cerca.

Esta invitación del apóstol Pablo a la comunidad de Tesalónica muestra que la espera del «día del Señor» y la intervención final de Dios no significan para el cristiano una evasión del mundo o una actitud pasiva ante los problemas cotidianos.

Por el contrario, la palabra revelada establece la certeza de que las vicisitudes humanas, aunque estén sometidas a presiones y a veces a trágicos desórdenes, quedan firmemente en manos de Dios.

Así, la expectativa del «día del Señor» impulsa a los creyentes a trabajar con mayor celo por el progreso integral de la humanidad. Al mismo tiempo, les inspira una actitud de prudente vigilancia y sano realismo, viviendo, día tras día, en la esperanza del encuentro definitivo con el Señor.

3. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.

Estas son las palabras finales del pasaje evangélico de hoy. Enmarcan la perspectiva del fin del mundo y del juicio final en un marco de espera confiada y de esperanza cristiana.

Los discípulos de Cristo saben, por la fe, que el mundo y la historia vienen de Dios y están destinados a Dios. La perseverancia cristiana se basa en esta convicción, que impulsa a los creyentes a afrontar con optimismo las inevitables pruebas y dificultades de la vida cotidiana.

Las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy alejan de nuestro corazón toda forma de miedo y angustia, abriéndonos a la consoladora certeza de que la vida y la historia humana, a pesar de los acontecimientos a menudo dramáticos, permanecen firmemente en manos de Dios. A los que confían en él, el Señor les promete la salvación: «No perecerá ni un pelo de tu cabeza» (Lc 21,18).

Con la mirada puesta en esta meta definitiva, hagamos nuestras las palabras del salmo responsorial «¡Ven, Señor, a juzgar al mundo!». ¡Sí, ven, Señor Jesús, a instaurar el Reino en el mundo! El Reino de tu Padre y de nuestro Padre; el Reino de la vida y de la salvación; el Reino de la justicia, del amor y de la paz. Amén.

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