Homilía para el Domingo XXXII del Tiempo Ordinario, ciclo C

Coro de Ángeles. Fotografía de Paco Álvarez

En quince días estamos cerrando el ciclo litúrgico con la Solemnidad de Cristo Rey. Así daremos por terminado el año litúrgico actual para dar paso al nuevo con las cuatro semanas del Adviento.

Es por ello que la Palabra de Dios que ha sido proclamada nos señala una sola dirección: la vida eterna. Las lecturas de hoy tienen el sabor distintivo de las realidades finales, de las cosas últimas, escatológicamente hablando.

Y habiendo comenzado recientemente el mes de noviembre con la festividad de todos los Santos y los Fieles difuntos, este Evangelio nos ayuda a profundizar más aun en estas verdades de fe, referentes al “más allá”.

La cuestión por la muerte y la vida después de la muerte embarga e inquieta a toda la humanidad.

Ante ella tenemos muchas respuestas, pero principalmente dos actitudes: por un lado podríamos contentarnos con negar la realidad de una vida posterior que retribuya la vida presente, y de esa manera vivir la vida sin grandes pretensiones, enfocados solo en el aquí y el ahora sin esperar algo trascendente; y por otro lado, vivir una vida llena de sentido y razón, sabiendo que la humanidad está hecha para la eternidad, viviendo intensamente el presente y movidos por el gozo y la plenitud de vida que nos espera al otro lado de la puerta. Cada uno de nosotros tendrá que asumir una de estas dos actitudes. Aquellos que han hallado un gran propósito en sus vidas, tendrán una vida grande; pero aquellos que tengan un propósito pequeño para sus vidas, tendrán una vida pequeña.

Es una verdad de fe para todos los que nos honramos con el nombre de cristianos, que así como Cristo ha vencido a la muerte y ha resucitado al tercer día, dando cumplimiento a las Escrituras, así también nosotros, los que le amamos, creemos y esperamos en Él, terminada nuestra vida mortal, seremos abrazados del mismo modo por esta Vida Perdurable en la cual Él mismo ha querido hacernos participar.

Curioso el detalle que nos muestra el Evangelio, sobre la conocida disputa entre saduceos y fariseos acerca de la vida eterna. Los saduceos, que no creían ni en ángeles ni en resurrección de muertos, admitían una cierta subsistencia o pervivencia del alma después de la muerte en el Sheol; mientras que por otro lado los fariseos sí creían en la resurrección de los muertos, tal como lo creían Jesús y sus primero discípulos.

La idea de los saduceos hebreos, de una pervivencia sutil o languideciente del alma después de la muerte no estaba tan lejos de la ideas de los clásicos latinos. Por ejemplo, el mismo Horacio dirá “no moriremos del todo”. O sea, ellos con la luz de la razón podía ya sospechar que los seres humanos tenían algo más que no era común al resto de los seres vivos.

Pero para la fe cristiana no hay una “cierta vida” después de la muerte, ni siquiera una inmortalidad del alma si ésta no va a unidad a una ulterior resurrección corporal. Los cristianos creemos en la VIDA con mayúscula, en la resurrección de todo nuestro ser y persona. Todo mi YO está llamado a la resurrección. Toda mi persona está llamada a la vida eterna y en plenitud. Esta fe en la resurrección es una consecuencia de nuestra fe en el Dios Creador de todas las cosas. Si Dios tiene el poder de crear todo de la nada, “ex nihilo”, ¿acaso no va a tener poder de devolvernos la vida una vez que hayamos muerto?

Este es el mismo argumento que subyace en la esperanza y las palabras de la madre hebrea de la primera lectura, tomada del libro de los Macabeos, que contempla con sus propios ojos cómo sus hijos son  martirizados uno tras otro, sin retractarse de su fe.

En efecto, la verdadera fe enseña que estos mismos ojos, esta misma fe, este mismo cuerpo, no es algo de lo que tengamos que deshacernos, como enseñan las filosofías orientales o el neoplatonismo, sino que todo él, compartirá con toda nuestra persona la vida eterna.

Antes del Cristianismo, a los cementerios se les llamaba “necrópolis”, que significa, “ciudad de los muertos”, pero con el Cristianismo y la fe en la resurrección, estos mismo sitios comenzaron a llamarse “koimetérion”, que engriego sigifica “dormitorio”, de donde vino la palabra latina “coemeterium” y la nuestra “cementerio”. La fe en la resurrección fue tan fuerte que terminó transformando las “necrópolis” en “dormitorios para la vida eterna”, si se puede decir así, de alguna manera.

Esta verdad es la que subyace en el Evangelio de hoy, que nos introduce al único diálogo directo de los saduceos con Jesús. Al no creer ellos en la resurrección, vienen ante el Maestro para tenderle una trampa y ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos. Sacan a colación la ley del levirato, contenida en Deuteronomio 25, 5; que establece que, una mujer que ha quedado viuda sin haber tenido un desecendencia de su marido, debe casarse con el hermano del difunto para alcanzar así la descendencia. ¿De quién sería esposa una mujer que se ha casado con siete hermanos sin tener descendencia de ninguno de ellos en el día de la resurrección?

Para los saduceos la resurrección consistiría en un volver a vivir (revivir), en un regreso a la vida tal como la vivimos en este mundo, sin sospechar que la resurrección de la carne implica una transformación y elevación de nuestra corporalidad.

Jesús les contesta acusándolos de ignorantes y cita el pasaje de la zarza ardiente (Éxodo 3, 6) en el que Dios se hace llamar a sí mismo como “el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob”. Estos patriarcas son nombrados como testigos del Dios de la vida, por eso no pueden estar “muertos”, para Él todos ellos viven, pues como termina diciendo Jesús, Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos.

En su respuesta, Jesús distingue claramente la vida en este mundo y en el otro: los hijos de este mundo toman mujer y marido. Esto sucede, podemos decir, porque saben que morirán y entonces se preocupan por dejar una descendencia, según el mandato dado por Dios desde los orígenes.

Pero los que han partido de esta mundo para heredar la vida eterna no pueden morir, puesto que viven en el mundo de Dios, es decir, en el mundo del espíritu y, por tanto, en una situación diferente de la terrena, también por lo que se refiere al matrimonio. Ellos gozan de la filiación de Dios, participan de su misma vida. Comparten plenamente la comunión con Él, porque Dios es el Dios de los vivos.

Esta esperanza en la resurrección nos libra del miedo a la muerte. Cristo ha venido a “liberar a los que por miedo a la muerte pasaban la vida como esclavos” (Hb 2,15). La muerte es como un velo oscuro que cubre la humanidad cerrando todo horizonte. Pero Cristo ha descorrido ese velo y ha abierto la puerta de la luz y la esperanza, de manera que la muerte ya no es un final.

Esta certeza de la resurrección es el consuelo permanente y la gran esperanza por la que Dios nos anima. Frente a la pena y aflicción en que viven los que no tienen esperanza, el verdadero creyente vive en el gozo de una esperanza serena.

Nos vendría bien hacernos estas preguntas:

  1. ¿Creo cierta y firmemente en la resurrección?
  2. ¿Cómo imagino que tendrá lugar esta verdad de fe?
  3. ¿Cómo ilumina esta esperanza mi propia vida y compromiso cristiano?

Que el Señor nos ilumine con su luz a comprender este misterio de fe y nos dé la gracia de hacerlo vida en nuestro vivir cotidiano. Amén

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto:
search previous next tag category expand menu location phone mail time cart zoom edit close