
Por Padre Rubén de la Trinidad
Este es el Domingo de la Octava de Resurrección. O sea, hoy cerramos el ciclo de 8 días con el que acaba la primera semana de la Pascua y abrimos la segunda semana de este tiempo litúrgico. La Pascua se extiende por una cincuentena, o sea, cincuenta días en los que la Iglesia celebra el gozo incontenible del Resucitado.
Si el domingo de la Resurrección fue imposible contenerlo en un solo día y hemos tenido que estar toda la semana celebrando cada día como el mismo domingo de Resurrección (esta es la razón de porqué celebramos la Octava), ahora nos adentramos en un tiempo que supera la crudeza y sobriedad de la cuaresma. Si con 40 días nos hemos preparado para celebrar el Triduo Sagrado, ahora nos extenderemos por 50 días, 7 semanas para “gustar y ver qué bueno es el Señor”.
Su brazo poderoso nos ha dado la Victoria, la energía de su Resurrección nos llena de un gozo que el mundo no nos puede quitar. La Iglesia se viste de sus mejores galas, por eso se viste de Blanco, y canta “Aleluya” al Cordero Degollado y Vencedor, su Esposo, a quien espera con la guía y la fuerza del Espíritu Santo.
Es en este tiempo en que los Neófitos, los catecúmenos que acaban de recibir los sacramentos de iniciación durante la Vigilia Pascual, recibirán de la Santa Madre Iglesia las catequesis “mistagógicas”, que significa: las Enseñanzas sobre el “misterio” que acaban de recibir. Su propia vida ha sido iluminada por Cristo, han sido regenerados completamente en las aguas del Bautismo, y se han alimentado con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Han sido ungidos con la fuerza del Espíritu Santo.
Hoy mis queridos hermanos, tenemos también un grupo de varios candidatos que después de un proceso de formación, después de un camino de profundización en la fe de los Apóstoles, van a recibir la Confirmación y la Sagrada Comunión por primera vez. Hoy mis queridos hermanos, seremos testigos de cómo Jesucristo mismo alimenta a sus hijos muy amados. Demos gracias a Dios por ello.
Es durante este tiempo tan hermoso de la Pascua en el que la Igelesia, que es Madre y Maestra se alegra con regalo de los nuevos retoños (o neófitos, que eso es lo que significa) que Dios le ha dado. Y nosotros todos también. Vamos sumergiéndonos en este Misterio insondable de la Pascua del Señor Jesús.
Quiero por ello decir al menos unas pocas palabritas sobre las lecturas de este hermoso domingo, consagrado por excelencia a la Misericordia Divina.
Es curioso que podemos hacer una conexión entre las tres virtudes teologales y cada una de las lecturas.
En la primera lectura tenemos el testimonio de la Caridad. Los primeros creyentes eran asiduos en prácticas que la Iglesia conserva hasta el día presente:
- Escuchaban las enseñanzas de los apóstoles.
- Tenían una comunión fraterna.
- Celebraban la fracción del pan, esto es, la Eucaristía.
- Y también se reunían para orar, ya fuera en el templo o en sus casas.
Pero el detalle que marca la grandeza del estilo de vida de estos primeros creyentes es su amor fraterno y común. Vivían unidos en caridad y se ayudaban unos a otros ante las distintas necesidades. El amor y la sencillez de corazón, el cariño sincero y puro, marcaba la vida interna de la comunidad primera.
Es un reto para todos nosotros hoy en día. Pues algunos por un lado han llegado a decir que esta vida de la primera comunidad es algo utópico, solamente un ideal. Y por otro lado algunos han querido desfigurar en amor patente de estas comunidades con artificios humanos. Recuerdo una vez, cuando tuve una conversación con un miembro del Partido Comunista, en un lugar del Caribe, y me dijo que el Comunismo y el Cristianismo eran como hermanos gemelos. Yo le miré directamente al rostro y le hice notar que en el Cristianismo el origen de nuestra caridad no es la convicción meramente humana o el sentido del deber político. En el Cristianismo la Caridad nace de Dios y es un don suyo. Nace de Dios y vuelve para dar la gloria sólo a Él. Hay una gran diferencia.
Y este es el reto que tenemos hoy, en pleno siglo 21, en la ciudad de Jacksonville, por qué no, en nuestra parroquia de Blessed Trinity: volver a ese amor primero que nos regenera en la ternura y la alegría, y nos ablanda el corazón.
La segunda virtud que encontramos en la segunda lectura es la Esperanza. Dice literalmente San Pablo:
“Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, por su gran misericordia, porque al resucitar a Jesucristo de entre los muertos, nos concedió renacer a la esperanza de una vida nueva, que no puede corromperse ni mancharse y que él nos tiene reservada como herencia en el cielo. Porque ustedes tienen fe en Dios, él los protege con su poder, para que alcancen la salvación que les tiene preparada y que él revelará al final de los tiempos.”
Esta esperanza es una virtud también teologal, por solo puede venir de Dios. Nuestra salvación que se nos ha regalado con la muerte y resurrección de Jesús, esta bienaventuranza eterna, solo se va a manifestar al final de los tiempos. Lo bueno de todo es que está segura, porque su garante es Dios.
Por eso debemos estar alegres. Aún si tenemos que sufrir un poco en este mundo, con nuestras cruces y nuestros achaques. Dios está al final del camino, Él tiene la respuesta para cada una de esas preguntas que ahora no podemos responder, para cada uno de estos tragos amargos que aparecen por el camino.
Que nuestra Esperanza sea firme, alegre, segura, optimista. Si estás triste, significa que hay que no está funcionando bien allá adentro. Cuando el motor no está trabajando bien, o se siente un poco pesado, significa a veces, que hay que cambiarle el aceite. Mira y pregúntate cómo está el motor de tu esperanza, puede ser que necesites ya un cambio de aceite. El aceite en nuestra vida es la unción del Espíritu. Y esta se recibe a golpe de Biblia y Oración.
Y la tercera virtud, finalmente, y no por ello menos importante, es la virtud de la Fe. Si en el Evangelio del Sábado de la Octava, los once fueron recriminados por no creer al testimonio de la Resurrección dado por María Magdalena y por los Discípulos de Emaús, ahora el que es recriminado es Santo Tomás, el Apóstol.
“Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree”.
En Santo Tomás estamos todos nosotros representados. Todos nosotros en algún momento hemos cuestionado a Dios y le hemos pedido pruebas para creer. Todos hemos dudado del testimonio de nuestros hermanos en algún momento. Todos hemos dudado en muchas ocasiones de que el bien y la vida pueda vencer sobre el mal y la muerte.
Cristo hoy nos hace la misma invitación: “Ven y tócame, toca mis heridas, toca mis llagas y la herida de mi costado. Estas son las pruebas de mi identidad. Esta es la prueba de que yo te amo. Si tengo estas llagas aún después de resucitar, es porque te quiero llevar tatuado en mi, y tener el precio que pagué por amor a ti ante mi vista todo el tiempo. Ven y toca el precio de mi cruz y déjate iluminar con la fuerza de mi resurrección. Abre tus ojos a mi vida y a mi majestad, abre tu corazón a la fe. No dejes espacio para la duda, y conviértete en un creyente sincero. Yo vengo a darte la Paz y la Vida. Yo vengo a cubrirte con mi Misericordia. Lánzate sin miedo y sin mirar atrás. Yo estoy acá, Yo Soy.”
Que nuestra única respuesta al Maestro sea la que escuchamos arrancada de la boca de Tomás: “Señor mío y Dios mío”.
Amén.