Decía San Vicente de Paúl, siguiendo la Tradición antiquísima de la Iglesia, que los dos misterios más importantes del Cristianismo son la Santísima Trinidad y la Encarnación del Verbo. Precisamente, no existe mejor prueba para reconocer si alguien es cristiano o no que examinarlo en la fe de estos dos misterios fundamentales: ¿Alguna vez has tenido la oportunidad de explicar en un lenguaje sencillo estos dos misterios de nuestra fe?
El Evangelio de San Juan, que no sin razón ha sido identificado con el Águila (uno de los cuatro seres vivientes que aparecen en el libro del Profeta Ezequiel) tiene la particularidad de abordar el Misterio del Hijo de Dios en una manera única, como no lo hacen ninguno de los otros tres evangelios sinópticos. San Juan, como el águila, vuela alto. Se eleva mucho en sus pensamientos y su reflexión sobre la Persona de Jesús, sus obras, gestos, signos y discursos.
Para Juan, Jesús es el Logos eterno del Padre, que siendo Uno y Eterno con el Padre, escondido desde antes del tiempo en el seno de Dios Padre y en la comunión amorosa del Espíritu Santo, al llegar la plenitud de los tiempos, quiso descender y poner su tienda de campaña en medio de nosotros. El Hijo eterno del Padre, tomando como palanca ejecutora, el SÍ de la Virgen María, se ha humanado, haciéndose uno de nosotros. Igual a todos nosotros, menos en el pecado.
En la Encarnación del Verbo y gracias a esa Encarnación, se inaugura el Nuevo Testamento o Alianza, que pone fin al tiempo en el no podíamos tener una idea palpable y comprensible en nuestro propio idioma de quién es Dios. Cristo ha salido del seno de la Trinidad para darla a conocer, después de siglos, aún más, después de milenios de ocultamiento. La Encarnación nos revela la Trinidad y solo en la Trinidad es comprendida la Encarnación.
Al contemplar a Cristo estamos contemplando el rostro mismo del Padre, al que nadie había podido contemplar anteriormente. Dios ha roto el silencio de su misterio escondido para hacerse accesible a nuestra naturaleza, mente y sentidos. Ya nadie puede decir que no le puede ver, ya nadie puede decir que no está cerca de nosotros, ya nadie puede decir que no camina cerca de nosotros.
Con la Encarnación del Verbo, Dios a venido a asumir y redimir nuestra Historia. Ha querido penetra en el AND de cada molécula, átomo y celular que Él ha creado y preñado todas las cosas con la fuerza y energía de su Redención.
Sí mis hermanos, la redención de Cristo, no se limita solo a la humanidad caída sedienta de salvación. La redención de Cristo implica al Cosmos entero, y no hay partícula de la Creación, por muy pequeña o minúscula que sea, que no participe y no haya sido alcanzada por la fuerza de su Resurrección.
No obstante hay un misterio aún más incomprensible implicado en esta gesta de la Redención que nunca es anulado: la Libertad del Hombre. Dios ha recreado todas las cosas en su Hijo Unigénito, Dios ha salvado el Mundo entero con la muerte y resurrección de su Hijo, pero aún cuando esta acción divina del Hijo Eterno es suficiente para salvar a todos, y se extiende a todas las criaturas, sólo puede alcanzar con efecto de salvación a aquellos que libre y voluntariamente se abren a esta Gracia Inmerecida. Solo se puede salvar los que aceptan la Salvación ofrecida, solo irán a Dios aquellos que le quiera amar y creer. ¡Que misterio tan escalofriante!
En este fragmento del Evangelio que San Juan pone en la boca de Jesús, cuando conversa con Nicodemo, se nos juega a todos nosotros la Bienaventuranza eterna o la terrible condenación. Nicodemo puede ser cualquiera de nosotros, que en medio de una “oscuridad discreta” se acerca a Jesús con titubeos. La noche de Nicodemo terminó con la mañana de la Resurrección de Cristo. Que este tiempo pascual sea nuestra oportunidad, sin titubeos, de amanecer a la verdadera Vida con Jesús, la única salvación posible. Amén.
Caballeros Trinitarios 